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Writer's pictureCandela Review

XVI

Melissa C. Novo


Las puertas de acceso al tren se abrían a las cuatro. Un silbido y un silencio nos recorría el cuerpo, y el bramido de nuestras fauces nos sincronizaba con la estación del castigo. Nos envolvieron con sábanas blancas. Nuestras cabezas chocaban entre sí. Éramos un rebaño ensalzado con rebanadas de manzana y zanahoria que a esa hora de la madrugada brillaban con el tino del hambre, con la sabiduría del amo que bien sabe administrar la desesperación. Me senté de espaldas a la fortuna. Vi pasar cardúmenes. Chocaron contra mi espalda, con igual vigor, los látigos y las voces, los árboles y las calles; chocó mi madre enferma y mi padre muerto, chocó mi hijo abandonado por la insolencia y la penuria.


Al tercer día empezamos a golpear el piso con una frenética energía provocada por la alucinación y la esperanza. Nos tambaleamos sobre la línea que el horizonte engullía. Hicimos que tropezaran nuestras almas contra unas minúsculas ventanas que pensábamos nos trasladaban hacia un campo de efigies de heno.


Había visto morir a un toro en medio de un lodazal, las banderillas de colores se agitaban contra el viento y la sangre, y aquel fabuloso animal me miró por detrás de la capa rosada. Yo cavo tumbas. Las cavé en el centro de la villa, al descender del tren. Desde la esquina del campo podía observar las figuras del castillo de Łańcut, los contornos del Diablo, y la vida que tropieza, se detiene y se abre a las figuraciones. Las masacres nos abrazan de formas luminosas, no toda prolongación del miedo y de la agonía es desdicha, no siempre un toro que gira sobre su propia muerte distingue los ojos blancos del espectro que continúa de pie entre las gradas.

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