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Writer's pictureCandela Review

Carta a una flor desmayada en los quicios del mar

Mel Herrera

A Jill Leyva Toledano, donde quiera que esté


“Las soledades junto a los largos esperpentos

la desmayada flor en los quicios del mar”.

Lina de Feria


Escucha esto, Jill, porque todavía no lo puedo creer. Aún espero recibir la noticia de que todo es mentira, aunque pueda ser perturbadora. Debo decirte que, aunque corto y frágil, lo nuestro fue inocente y bonito, salvo por esas veces en que yo me volvía arisca y desconfiaba de tu interés en mí y de otras cosas que me decías.



Ronald Vill


Te me acercaste por instagram. No vi tus mensajes hasta días después de habérmelos escrito, ¿te acuerdas? No tengo hábito de instagram; es como una red social con la que me siento desfasada, torpe; me resulta ajena, propia de tiempos que no son los míos, y no me adapto. Me decías cosas muy bonitas, me halagabas. Noté enseguida que querías acercarte a mí y crear un vínculo. Borrabas algunos mensajes, como si estuvieras indecisa y repensaras las cosas antes de escribírmelas. Yo sentía que había algo que no acababas de soltar.


“¿Por qué borras mensajes? ¿Estás nerviosa?”, te pregunté una de esas veces y luego puse emojis de risa. Me respondiste que sí, que yo te ponía nerviosa. La razón: yo te gustaba y llevabas tiempo queriendo llegar a mí. “¿No te pasa que a veces te enamoras de alguien por lo que escribe, lo que hace? Pues es lo que me pasa contigo”, me confesaste.


Empezamos a hablar a diario, a contarnos nuestras vidas y nuestras pequeñas muertes. Supe que eras de Guantánamo, pero habías emigrado y estabas viviendo en Uruguay. Eras muy divertida, ¡venías con cada historias! Puras locuras. Yo te hablaba de mis escritos, mis metas, mis ciclos hormonales. Nos enviábamos fotos, canciones, me mandabas frases y trozos de poemas, me mostrabas libros que estabas leyendo o deseando leer. ¿Leíste Rayuela por fin? Un día me lo mostraste mientras pasabas por una librería y te dije: “libro difícil, parece, no me lo he leído, aunque debería”, y te comenté que cuando me explican demasiado un libro, me avisan que es una gran obra o que es singular, y me huele todo a tecnicismos, enseguida se me quitan los deseos de leerlo. ¿Lo habrás leído tú? Yo todavía, si te soy sincera, mi Jill. ¿Cómo habrá quedado aquel mural que estabas dibujando en una calle de Uruguay?


Me piropeabas a cada rato, por privado, en mis posts de facebook, en todos lados. Te gustaba mi pelo, me decías a cada rato que era preciosa. Tu sonrisa era preciosa y tu mirada inquietante, aunque muy tierna también. Querías que te contara mi día, que te mostrara lo que hacían mis mascotas, lo que yo estaba escribiendo. Eres muy sincera en las cosas que escribes, repetías.


Un día me preguntaste si yo tenía pareja y te respondí que no. Entonces me dijiste que habías terminado con la tuya, o que las cosas no estaban bien, no recuerdo exactamente; no estaba prestando atención porque no imaginé que toda esa información era para pedirme que fuera tu novia. Por ese tiempo me había dejado de cuestionar por qué me atraían algunas chicas y entendí que las rutas del deseo son insospechadas, misteriosas. Fantaseaba a ratos con tener una relación sexo-afectiva con otra mujer; pensaba en lo linda y poderosa que sería una relación lésbica, aunque al mismo tiempo en cuán difícil podía ser una relación entre una mujer como tú y una mujer como yo. Tú acostumbrada a mujeres como tú, y yo acostumbrada a tipos que me quieren amar en la clandestinidad y que solo me cosifican.


El hecho de ser trans te lo tomaste muy normal y yo no estoy acostumbrada a esa normalidad. Se vuelve costumbre el rechazo, la estupefacción, el descarte automático, y cuando no ocurre nada de eso es como si me cambiaran el guión y me pierdo. No fluyo. Me paralizo. Soy yo entonces la estupefacta, la que desconfía, el cactus. Así me llamabas. ¿Recuerdas? Decías que yo era un cactus, tu cactus preferido, por esa manía mía de protegerme poniendo mil cerrojos a mis emociones, de andar a la defensiva, de ser lo que me dicen mucho, una resentida extremista y agresiva.


La violencia que pueda yo ejercer no es fortuita. La gente que ni siente ni padece le llama violencia y extremismo a lo que son recursos –imperfectos, ¿por qué no?– de sobrevivencia. Me la señalan muchas veces, pero nunca les veo ser tan exigentes con la violencia que la provoca. El eslogan “estoy en contra de la violencia venga de donde venga” muchas veces es un pretexto para no tomar partido, una cortina de humo que algunas personas usan para ocultar que ellos normalizan y toleran unas violencias más que otras; toleran las que a fin de cuentas son estructurales, totalitarias y sistemáticas. No sé por qué te estoy contando estas cosas, pero quiero que entiendas de qué me protejo, el porqué de mis espinas, pero también quiero que sepas que de estas espinas brotan unos marpacíficos muy lindos y puros, indefensos, frágiles como solo ellos pueden ser.


Yo estaba tan cansada de los tipos que me sexualizan, esos para los que soy un pedazo de carne con algo inusual, con un adornito, un cuerpo tecnológico, que quería tener una historia bonita con uno que no fuera como los otros o con una muchacha. Una foto de una amiga mía saliendo a un museo con una amiga suya me inspiró un cuento en que ambas tenían una relación lésbica. En mi cuento las protagonistas se bañaban juntas, tenían sexo en la bañadera, jugaban, se llenaban la boca de agua de la ducha y una la escupía sobre la otra, se secaban, se acostaban desnudas y con el pelo húmedo a ver una película o planear la visita a algún museo. Lo escribí de un tirón mirando la foto que mi amiga subió a su historia de facebook. Lo escribí como cuando les escribía cartas a los reyes magos. Yo quería un amor así. Y habías aparecido tú en mi vida, pero eras un torbellino y estabas lejos. Las relaciones a distancia no están hechas para personas depresivas y ansiosas como yo.


De pronto, una noche me preguntaste “¿no quieres venir a Uruguay? Yo te ayudo a salir de Cuba”. Y fue esa pregunta la que me perturbó. Al día de hoy todavía trato de entender de qué huí, por qué te dejé en visto y no te respondí. Perdóname, Jill, por no haberte escrito más después de eso. Supongo que interpretaste mi no-respuesta como un rechazo a tu propuesta y en general a nuestra relación, puesto que tampoco me volviste a escribir hasta tiempo después. Yo había pasado por otros momentos, otras crisis y había cerrado todas mis redes sociales, algo bastante usual en mí.


Una madrugada, después de haber vuelto a activarlas, recibí un mensaje tuyo en el cual me decías que habías cambiado de teléfono y perdido mi contacto, pero que lo habías recuperado gracias a una amiga en común. No te he olvidado, fue lo último que me dijiste esa vez, y te respondí con el emoji de un cactus mientras el muchacho con quien había empezado a salir en ese entonces me pedía que apagara el celular y me acostara. Era tarde.

No sabría decirte por qué aquella pregunta tuya me turbó tanto. Quizás el compromiso y la seriedad que nunca nadie me ha ofrecido, el miedo a la entrega. Quizás mi incurable afición por la huida. Eso fue lo que aprendí desde niña: huir. De la violencia, del género y de los roles impuestos; a veces de mí misma y de mis espinas. Huir de las situaciones que hasta yo misma escojo o propicio. Ayer estuve con un hombre, Jill, y me sentí violada, pese a que yo fui a su casa porque quise, y pese a que no hizo nada que yo no consintiera. Tuve miedo de pronto. Me llegaban imágenes de mi infancia, manos que me tocan, órdenes que me daban, un pariente mío, un hilillo de sangre en mi blúmer negro y unas ganas de romper en llanto en aquella cama de la que salí corriendo de la manera más absurda que te puedas imaginar. Soy un cactus, Jill, tú lo dijiste. Soy una mujer en fuga. Vivo en una huida constante.


Después de eso volví a mi casa y me acosté, me hice un ovillo, me sentía vulnerable, me dolía el cuerpo, pensar en la sangre que había dejado en la taza del baño me hacía sentir más débil. También me persiguen la moral judeocristiana, el desamor, alguna que otra miseria. Tengo mil explicaciones, Jill, y no tengo ninguna.


Ya en la tarde me enteré de todo. No lo quería creer. Con 25 años se debe estar disfrutando de la vida que hay por delante, de los amores, de la carrera, y no atravesando el continente; si viviéramos en un país o en una región de la cual la gente no quiera huir; un país que expulsa de mil maneras; a unos los empuja a emigrar, a otros los destierra en pleno 2021.


El mundo se me volvió un guiñapo cuando recibí la noticia. No he parado de llorar mientras pienso cómo habrá sido esa travesía, cuánto soportaste, qué pensabas, qué ilusiones tenías, tus 25 años… ¿Todavía pensabas en mí? Sé que esto es egoísta de mi parte, pero he sido tan poco egoísta en esta vida que sé que me lo perdonarás.


¿Cómo habrán sido tus últimos momentos? ¿Cómo es el río Bravo, Jill? No me atrevo a ver siquiera una foto. No quiero imaginar cómo sus aguas te arrastraron y ahogaron. No quiero imaginar, Jill, porque mira que comemos mierda en la vida: exclusiones, odios, separaciones, migraciones, dictaduras, desplazamientos, guerras, enemistad, y de pronto un día se acaba todo. O es que empieza. ¿Dónde estás ahora, Jill? ¿Dónde que no me lees? Dime que todo es mentira. Vuélveme a decir que soy tu cactus preferido y nacerán en mí nuevos marpacíficos.

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