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Writer's pictureCandela Review

Del libro Notas tomadas en un curso de Budismo Crítico

Ahmel Echevarría




La piedra y la analogía


Era la tarde y los 15 minutos del receso. Sentados a la sombra del bambú muy cerca del jardín de arena, grava y rocas, en aquel segundo sábado de julio escuchábamos en la radio-reproductora mp3 de un alumno del curso la alocución del Presidente. Al terminar la arenga, imperó en el karesansui el silencio de las piedras y el rumor de la brisa enredada en el verdísimo islote de caña brava.


―Maestro, si el paisaje de fondo de esa alocución es un estallido social, ¿deberíamos leer en la Orden de Combate una analogía? ―Dijo el alumno que creíamos menos aventajado.


―¿Cómo que una analogía? ―El más hablador de todos nosotros no dejó que el Maestro hablara, repitió la pregunta y se cruzó de brazos.


El que creíamos menos aventajado se levantó y tomó una piedra del jardín. Era mediana, lisa, una pequeña roca caliente producto de la hora y el tórrido sol. Al regresar al corro la sopesó. Entonces dijo: Sí, una analogía, como si el Presidente en realidad hablara de una operación quirúrgica, o mejor: de una intervención sanitaria.


Lo vi agacharse. Lo vi poner la piedra tomada del karesansui en la mano del que preguntaba.


La letra y la sangre


No era tan fresca la mañana de aquel segundo domingo de julio. Al alumno menos aventajado del curso y a mí nos eligieron para acompañar al jardinero. Una tarea asignada por el Maestro antes de comenzar la clase: trabajar en el karesansui.


Sonreí tras mirar las palmas de mis manos. Pudo el gesto parecer una leve mueca, aunque lo hubiera podido advertir cualquiera en el aula, lo hice únicamente para mí. Yo, que en mis días de estudiante fui durante un mes y en cada grado de la Secundaria a la Escuela al Campo, que además hice el Pre-Universitario en una zona agrícola, le dije al Maestro: De eso algo sé, Maestro, y no es poco; trabajé en la yuca, el tomate, el plátano cuando estudiaba en la secundaria.


Escardar, regar, sembrar, abonar, desyerbar... Como en tromba, por mi cabeza transcurrieron los matutinos y las arengas en la plazoleta, la partida hacia los infinitos campos, el vespertino y los discursos bajo el resistero del sol, el guataqueo en los surcos a la hora en que el perro no sigue al amo, y luego el lento regreso a los albergues.


―Nunca trabajé en un “jardín seco” ―dije al Maestro―. Supongo que para mí será un placer y un privilegio.


El Maestro, como si pretendiera duplicar mi gesto, sonrió y miró sus manos.


No era tan fresca la mañana de aquel segundo domingo de julio en el jardín. El alumno menos aventajado del curso, que a escondidas del Maestro llevaba su Smartphone, una vez acabado el trabajo me convidó a ver algo en su teléfono: unos videos publicados poco tiempo después de terminar la alocución en la que el Presidente ordenaba el combate tras desatarse en el país una protesta.


Eran grabaciones bastas hechas desde un balcón, un portal, a través de una ventana, o casi a ras del asfalto en medio del estallido social. Eran no solo el testimonio de cuanto pasaba puertas afuera. El movimiento de la lente registraba también lo que acontecía cuerpo adentro de quien grababa la sucesión de eventos desencadenados tras la alocución.


―¿Qué crees de todo esto? ―Dije yo, el silencio de las piedras y el rumor de la brisa enredada en el verdísimo islote de caña brava a ratos era quebrado por el sonido áspero encapsulado en los videos.


―¿La letra con sangre entra? ―dijo el que creíamos menos aventajado―, ¿en qué parte del cuerpo debería quedar?, ¿cuánto tiempo debería durar?


El recorrido de la mirada, la mía, deseaba no apurar el tránsito sobre la arena, la grava y las rocas dispuestas a manera de un breve mar que, en el karesansui, rodeaba con falsas olas a los pequeños islotes de tierra, musgo y pasto.


Parado en el borde mismo del jardín recordé al Maestro, en la clase parecía duplicar mi gesto al sonreír y mirar sus manos. ¿Estar en el jardín era estrictamente un placer y un privilegio?


Desde el extremo opuesto del karesansui, sosteniendo el rastrillo nos observaba el jardinero.


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