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Writer's pictureCandela Review

Lo que yo tengo es envidia

María Matienzo



Kirenia Yalit por María Matienzo


Cuando una nace y crece siendo una mujer negra, el fantasma de la envidia la ronda. “Tú lo que tienes es envidia de Fulanita o de Menganita”, ya sea porque, según los estándares blancos, ellas tienen el pelo mejor que el tuyo; son más finas, más delicadas, más hermosas, más inteligentes. Por más que una se esfuerce, ya nació maldita. Siempre te dirán: “Sí, pero…”, y luego de esa frase puede venir cualquier otra hecha para aplastarte y que lo pienses dos veces antes de volverte a comparar.


Es un fantasma que te persigue desde que abres los ojos y tienes conciencia. La envidia es mala. La envidia enferma. Las brujas mueren de envidia y tú tienes todo el tiempo miedo de morir por las mismas causas.


Una crece esforzándose el doble para emular en un mundo donde si protestas, si reclamas un espacio, la envidiosa serás tú. Así que calladita una, negra, se ve mejor. Y más si has logrado entrar en un círculo donde eres “privilegiada”, porque una no es tan inculta ni tan grosera ni tan fea ni tan bruta como las demás mujeres negras.

La envidia, según una puede encontrar en las tantas páginas que le han dedicado en Internet, debilita el sistema inmune, ocasionando infecciones, por ejemplo, en las vías respiratorias, y a mí últimamente me está comenzando a faltar el aire. No creo que tenga COVID porque no me duele la espalda ni he perdido el paladar o el olfato ni tengo tos seca, por lo que me he llegado a preguntar si lo que siento es envidia.


Me lo cuestiono, aunque un amigo me haya dicho que yo soy una mujer hermosa en toda la extensión de la frase, o aunque mi novia siga enamorada de mí pese a que he engordado con la ansiedad que sé que tengo, y que provoca, apenas me entero, también la envidia.

Mi preocupación va in crescendo cuando descubro que la falta de aire no es el único síntoma que estoy padeciendo.


El dolor de cabeza y la fatiga a veces es insoportable. Yo se lo achacaba a las caminatas bajo el sol porque detesto perder el día esperando un transporte público, y en esta ciudad a veces se vuelve un imposible hasta coger un taxi; pero, nuevamente según internet, a esos síntomas se les pueden sumar temblores, fatiga, mareos, mala circulación o incapacidad de concentrarse.


Tengo el cuadro clínico completo. Y yo tantos años justificándome con que estos síntomas los tenía cada vez que me involucraba de a lleno en la campaña por liberar a algún amigo, porque me la paso escribiendo de abusos en un país en dictadura, porque este país no es un estado de derechos no solo para mí sino para todos los que lo vivimos, porque una tiene un pie en la cárcel y otro en la calle... y el delito puede ser solo respirar muy fuerte.

Me da envidia ver cómo otras mujeres no se involucran en el dolor de las madres o lo hacen solo por un instante, justo el que las beneficia, y después se las van dando de sororas y buenas personas. Me da envidia cómo postean vacaciones y a intervalos, entre bocado y tragos, nos dicen a las que estamos dentro de la isla que no hemos hecho lo suficiente o que fallamos o que no estamos a la altura.


Con esas la envidia me ha dado tan fuerte que he comenzado a retirarles mi amistad de las redes. No quiero afectarlas porque mi padecimiento va camino a la gravedad.

Envidio a otras escritoras y escritores, periodistas que apenas tienen compromiso solo con sus amigos, pero ni con los muertos por covid, ni con los detenidos, ni con la gente pidiendo cosas elementales o imposibles en las redes, ni con los acosos a sus colegas; pero cuando postean tienen miles de reacciones positivas.


El otro día una amiga me dijo que mi activismo era puro narcisismo. No me ofendí. Es cierto, yo ayudo a los demás porque mi almohada me lo exige, pero no termino limitando la libertad de la persona a la que le tiendo la mano. He aprendido a proponer, a caminar acompañando, no a imponerle mi camino al otro.


Aunque lo parezca, la reflexión de mi amiga no me ayudó en nada. Reforzó la envidia que siento. Y entré en crisis. ¿Por qué no puedo sentarme en una playa, un parque, un patio, un bar (clandestinos ahora) o en la sala de unos amigos... y no responder al teléfono cada vez que alguien me llama queriendo un consejo o convocándome a pedir justicia? ¿Por qué no me puedo desconectar del mundo que, al final, resulta ser tan malagradecido, y dedicarme a mis libros, aunque nadie los compre porque crean que de lo único que sé hablar es de represión? ¿Por qué no puedo dedicarme a hacerme selfies sin que me importe un carajo que el mundo se caiga a mi alrededor?


No tengo ninguna respuesta. No quiero que nadie las dé por mí porque lo que yo tengo es envidia. Así que diagnosticada, creo que es hora de comenzar a automedicarme. Mi único consuelo es que al menos tengo una visión “crítica” de mi problema, y eso, según los psiquiatras, es un buen indicio de que pueda mejorar un día.


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