María Matienzo
Dos personas blancas hablan mal de mí. Un hombre y una mujer sentados uno frente al otro a la distancia de lo que ellos creen que es el periodismo y la literatura. Parecen dos esfinges de un poder que se desmorona porque no resisten ni el viento del Sahara ni el sol del Trópico. Pero no se mueven con tal de que yo no pase. Prefieren ver cómo se les cae la nariz, o una oreja, o un ojo, que las palomas con su mierda ácida les borren el rostro. Prefieren que un día pase un vendaval y los arranque de cuajo.
Ellos permanecen acomodados sobre sus cuatro patas a la espera de algún caminante para lanzar el acertijo: “¿La conociste?”. Y aunque saben la respuesta, esperan el asentimiento. No pueden hablar sin la anuencia del paseante.
El hombre dice que yo soy una especie de Erzébet Bathory caribeña o una Iyami Oshooronga. Me otorga la suerte de femme fatal. La de la mulata rencorosa, rompecorazones, puta intelectual, sin suficiente talento para sostener un marido ni para ser periodista, por eso soy lesbiana y trabajo para un medio que nadie menciona.
La mujer dice que no soy de fiar, que ella nunca trabajaría conmigo. Para ella soy una preocupación. Se apoya en su intuición. “María es mala. María es mala” repite como un embrujo cada vez que se me invoca en su presencia. Ella me ve y trata de mantenerse amistosa. Apenas doy la espalda comienza a desaconsejar a la gente. “María es mala. María es mala”, y parece un rezo, una maldición. “María es mala. María es mala”. No tiene argumentos para más, pero a cada paso mío me llega un susurro.
Con el hombre me vi solo un par de días. Con la mujer apenas una hora. Ambos pueden dar conferencias sobre mi persona. Yo soy la usurpadora, la malquerida, la chivata, la mediocre.
Ellos son los albaceas de la verdad sobre mí y los custodios de la cultura y el orgullo nacional. No pueden permitir que una mestiza, que además se reconoce como mujer negra, una descendiente de gente que fue esclavizada, no sea esclava, se resista a serlo, y les despoje del puesto del que ellos creen ser los legítimos herederos.
No tuve certeza hasta este fin de semana que acaba de pasar. Dos personas blancas fabulando sobre mí durante cinco largos años. Me pregunto cuántas veces les han pedido referencia y cuántas veces la han dado sin que se las pidan.
Ellos cuentan lo que dicen que saben de mí y parecen confiables. Nadie les cuestiona. Les creen porque son las esfinges de una ciudad letrada que parece un cementerio de tanto hijo abortado por falta de imaginación. Me pregunto si eso me hace un animal mítico u objeto de algún tipo de discriminación porque ellos son tan blancos, tan arrugados y tan feos como el racismo.
¿Cómo saben que soy mala si no me leen? ¿Ya compraron mi novela? ¿O mi investigación sobre la jazz-band más famosa de la primera mitad del siglo XX? ¿Ya leyeron mi ensayo sobre Virgilio? ¿Por qué exactamente me descartan?
Los demás escuchan sus historias esperando mi silencio.
“María, no querrás parecer una acomplejada”, me dice una amiga tomando una de las piedras que señalan el camino al infierno.
Ese mismo día otro amigo se queja. Dice que solo recuerdan que es un pájaro negro letrado cuando se trata de peleas digitales que involucran textos de otras personas blancas e intelectuales como él, pero nunca para brindarle un trabajo bien remunerado. Dice mi amigo que está cansado.
Una feminista negra (no la cito porque apenas la conozco) protesta en Tw por una situación similar. No más asesoría gratuita. No más enseñar sobre antirracismo sin que te paguen, mientras los académicos blancos nos estudian y les pagan.
De los que me niegan la entrada a una ciudad que no me interesa ni atravesar, nunca esperé nada. Y aunque apenas pienso en ellos, al ser esfinges de unas ruinas, sus historias las lleva y las trae el viento con facilidad. Descuartizaron a tal personaje, decapitaron a la señorita melodía, desmembraron a la mascota de Perico, desollaron al vecino, violaron a su propia madre. Trafican la decadencia creyéndose de alguna élite y solo parecen miembros trasnochados del Ku Klux Klan, neonazis tropicales, o nostálgicos tratantes de esclavos.
Mientras, sin temor de parecer una “acomplejada”, sigo construyendo en las márgenes del río Ochún, donde he decidido instalarme. Un reportaje hoy, otras novelas mañana, una revista para algún día, pero cuando me levante, después de mi paso entre las esfinges, no quedarán cabezas ni garras para aferrarse al suelo desértico que habitan en la ciudad que creen poseer.
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