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Writer's pictureCandela Review

Una película amable

W.G.E.


You can free the world / you can free my mind /

just as long as my baby´s safe from harm tonight

Massive Attack



fotograma de Lost in Translation


Yo, que siempre que ando bajo de ánimo me da por ver comedias románticas, no he parado de ver en estos días una copia doblada al español de Lost in translation, una película delicada y amable si las hay. La veo sin preguntarle a Scarlett Johansson cómo se las arregla para sentirse sola y deprimida a los veinte años en su hotel de mil estrellas en pleno Tokyo, porque a mí este estilo preapocalíptico y guerrillero de vivir no me ha afectado la chicha, al menos no tanto como para no entender que no importa cuán rico, bello, joven o sano seas, si la malaria te traba por el pescuezo, te hunde, lo mismo en New York que en Bakú.

Se lo tengo que recordar a una amiga mía, que está al otro lado del charco y de vez en cuando se le ocurre que no tiene derecho a quejarse porque come, se viste y se transporta mejor que yo. Pero al menos yo estoy entre los míos, y a la hora que ya no dé más, salgo corriendo para casa de cualquiera y me empacho de chismes, o me quedo en un rincón, mirando al colega discutir con la mujer o jugar Solitario en el móvil. En cambio, ella anda como una bailarina de ballet clásico que hace un esfuerzo brutal y encima tiene que parecer relajada y artística.

Es en ella en quien pienso el ONCEJOTA, cuando empieza el apagón de las redes. Porque está mirando lo que yo no veo y, a pesar de eso, o precisamente por eso, está desvalida. Y a lo mejor nadie a su lado puede siquiera ubicar a Cuba en un mapa. Así que desempolvo un viejo Vpn, que nunca me gustó por feo y por complicado, y que además se va a tragar mis megas en menos de media hora, pero que sirve para decirles a mis amigos que estoy bien, pero que todo se ha puesto muy malo y pasó lo que desde hace tiempo temíamos que podía pasar.

Porque se veía venir. La olla de presión, la pandemia. El lenguaje corporal de la gente, las cosas inimaginables que pasaron días antes: el terrible magnicidio de Haití y Mia Khalifa, de quien nadie en su sano juicio esperaría una opinión sobre Cuba. Y estaba el clima, por supuesto. Un domingo caluroso y pesado, pegajoso y gris, como en un cuento de William Faulkner. El cielo encapotado y esas nubes de las que sabes no caerá ni una gota de agua.


Así que estoy en mi casa y quien primero me comenta que en San Antonio y Palma la gente está tirá pa la calle es una amiga a la que llamo solo para decirle que me acabo de vacunar con la Abdala, tercera dosis y estoy feliz porque no he tenido reacciones. No le doy importancia a la noticia, pero al rato me llama otro amigo y me dice que en varios puntos de la ciudad la cosa se está calentando y ahí sí se me hace un nudo en el estómago, porque cerca de uno de esos puntos anda otra amiga mía, visitando a su madre. Llamo y me dicen que ya salió. Voy a ver al marido y no sabe nada de ella. La agarró en el medio, pienso. Llamo a O. y se entera de lo que pasa por mí. Llamo a R. y me dice que está en su casa, tranquilo, pero que su pedazo está revuelto. (Luego me contará que andaba a la caza de un paquete de pollo, y vio tantos policías que pensó que era un operativo de drogas y se alejó de allí, porque como todo el mundo sabe policía y problemas son lo mismo. Y le pasaron por al lado varios patrulleros y un camioncito, y él pensó que había una tumultuaria en una cola o algo, pero según avanzaba vio el tránsito desviado y, más policías y, para cuando llegó al barrio, ya estaba seguro de que la vaina era seria. Le entró a la esquina con cuidado y ya el enmierde estaba listo. Gente arriba y gente abajo, corriendo, unas blanquitas jovencitas “que estaban puestas, descalzas”, y él no corrió, porque si corría entonces estaba corriendo, pero se pegó a la pared, sin moverse, siempre con miedo de que apareciera un machete, una pistola o una piedra y le desgraciara la vida, a él, que ni había conseguido el paquete de pollo. Y entre corretaje y corretaje pudo llegar a su casa y después de eso fue que yo lo llamé). Ya no sé si es antes o después de esa llamada que siento los patrulleros y alcanzo a ver cuatro o cinco, que doblan una esquina más allá. Y vuelvo a casa de mi amiga, y el marido tenso porque la suegra le está quemando el teléfono. Y luego comienzan los curiosos a salir y los que se atreven a ir más lejos regresan diciendo que la cosa está bien fea, que hay mucha gente protestando y muchas piedras y la Brigada Especial, y una mujer cerca de mí grita que eso es cosa de los opositores y hay plata por el medio, y su hija no dice ni que sí ni que no, solo repite “pero es verdad que esto está malo”.

Veo a uno o dos policías, que tratan de impedir que la gente se sume a la caliente. Hay escaramuzas pero nada serio, la gente retrocede y vuelve a caminar, pero luego parece que viene un piquete más big, porque siento un disparo, y creo que hasta veo al policía que lo hace, al aire. Los curiosos se desbandan, pero no por mucho tiempo. Después escucho algunos tiros más antes de que los policías se agrupen en la esquina y la gente también. Todos se abstienen de la violencia. Los policías, apretados, en cordón. La gente parada al frente, aplaude y grita “Patria y Vida”. Luego, se desvían para dar la vuelta y sumarse por el otro lado. A esos sí los veo más de cerca. Jóvenes, algunos de ellos tipos de los que no quisieras tener al lado en casi ninguna circunstancia, y acaso por eso lo que sienten viene de lo más profundo. Sienten que la sociedad ya los escupió, y lo que después se irá contando (y unos creerán y otros no) probablemente ya lo han vivido en carne propia, en otras circunstancias.

Después la cosa se calma un poco. Alguien habla de vacunas gratis y bloqueo y la gente no le pone mucha atención. Las líneas telefónicas están colapsadas y es casi al anochecer que las llamadas dejan de cortarse y puedo hablar con los míos y tranquilizarme. Esa noche apenas duermo. Mi sueño es muy ligero, aún más luego de que violaran a una muchacha que conozco, casi en la esquina de su casa. Me despierto con el mínimo maullido de un gato, pero lo que me tiene alerta ahora es la amenaza del ruido. Es lo peor, ese ruido, que aún resuena en mi cabeza. Imaginarme lo que no vi. Gritos, risas y susurros, y las pisadas de mucha gente, y todo tipo de sonidos que hacen las personas cuando asisten a un evento aterrador.

No sé a los demás, pero a mí la violencia me paraliza, por eso necesito entender el ruido y convertirlo en algo analizable y archivable, para poder regresar a mi vida cotidiana, que es la que de verdad importa, a tontear frente al televisor y quejarme de los vecinos y pellizcar a mi novia.

Las historias llegan, y trato de separar el trigo de la paja. Esto es una película amable así que ahorro los detalles cruentos. Me dicen que había mucha gente, gente clara, que no era del barrio. Y después se sumaron los de por aquí, ya tú sabes. Y lo que tengo que saber es que los de por aquí eran negros y andaban descalzos, en short, como si fueran para la conga y no sabían bien lo que estaba pasando y después se formó lo que se formó. Una conga, eso cuenta otra mujer, decían que era una conga pero no podía ser, por la Covid, había gente, gente y gente, y después llegaron esos hombres vestidos de prieto con una cosas largas así en las manos, y ella en sus setenta años nunca había visto nada parecido en Santiago.

Con los días me voy enterando de que entre los detenidos hay gente que conozco. Ahí sí que se me aflojan las patas, porque no logro imaginarme a ninguno de ellos tirando una piedra. Y entro en modo Magdalena y no puedo siquiera pensar en el asunto sin que se me salgan las lágrimas. Las redes también me espantan, no por los videos, que casi no he visto ninguno, sino porque personas que se conocen y han compartido comida y cervezas y cama ahora se tratan públicamente de imbécil y se atacan por postear fotos de viajes y cumpleaños.

¿Cómo hacer un molde en el que quepan todos? Los que protestaron y los que no, los que tenían demandas claras y salieron porque no pudieron ver el fútbol o por el trámite que no resultó. Los de ambos lados del charco. Los policías, los detenidos, los religiosos, los vegetarianos. Los que no paran de dar su opinión y los que dicen “tú me ves aquí, pero mi mente esta en Tokyo 2020”. ¿Cómo hacerlo, con tanta gente gritándose mercenario, comunista, gusano, sumiso, analfabeto, muerto de hambre? Con la sordera generalizada, con los que no soportan tratar con ancianos, con la que mira de reojo a las lesbianas de la esquina, con quien piensa que la sociedad es una ciencia exacta, con aquella que sujeta fuerte el bolso cuando le pasa un negro, cualquier negro, por al lado, y me pregunto si será de las que dicen Patria y Vida o Patria o Muerte, aunque sé que no importa porque de consigna se puede cambiar, pero no se cambia lo que se lleva bien adentro.

Y no me da la gana de pensar que para que todo mejore tiene que haber muertos. Yo soy un tipo que ve películas amables y eso es cosa de la gente que ve películas de acción, y lo que en realidad quieren decir es que otro va a poner el muerto mientras ellos se lamentan antes de seguir a la próxima escena. Porque las películas y los lamentos, la burocracia, la historia y las estadísticas hablan de los muertos, pero no los explican. Nadie lo hace. Nadie puede explicar el último miedo ni el último pensamiento, y la madre que hubiera preferido que su hijo no saliera ese día a la calle. No explican al muerto, y no explican al matador, que para siempre será el-que-mató-al-muchacho, aunque nadie lo sepa. No explican el vacío, el peso invisible y la sombra en los ojos que no borran los cumpleaños ni el alcohol.

Nos vamos a hundir, pienso. Tratando de agarrar caramelos en la piñata y con la música bien alta. Y Hollywood no dará abasto para las comedias románticas, amables y delicadas que voy a necesitar.

Pero hay algo que me da un poco de esperanza, y no es un artículo ni una declaración ni una foto, sino mi amiga la que no aparecía la tarde del ONCEJOTA, que llegó a mi casa después del revuelo, muy oronda en sus tacones de 12 cm, su jean, su pefume, su maquillaje y su culo enorme, redondo y codiciado. “¿Qué pasó, cuál es la llamadera?”, me dijo. Y yo “¿no te enteraste de lo que pasó?” Y ella “no sé, lo que veo bastantes personas en la calle”. Luego, sonrió, me agarró una mano y me hizo una seña. Yo pensé “a esta no hay quien la saque de su burbuja, y le dije, antes de que empezara a contarme lo que ya adivinaba, “¿Chica, de verdad que tú no podías escoger otro día para pegar un tarro?”.

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